viernes, 29 de julio de 2016

LA NUEVA CULTURA URBANA

LA NUEVA CULTURA URBANA

Hablar de cultura urbana es hablar de un sistema cultural construido de elementos materiales y espirituales que habrán de garantizar acciones presentes y futuras en nuestro proceso de desarrollo socioeconómico. En nuestro caso el origen de la urbanización se encuentra en la herencia de una estructura socioeconómica agraria que se traslada a la ciudad con la Industrialización:
En la segunda mitad del siglo XX México empezó a no ser lo que había sido siempre: un país rural, adicto a la tierra y a su orden inmemorial de organización de la vida y tratos con la naturaleza. Entre 1940 y 1970, el vendaval urbanizador hizo del campo un territorio de expulsión. Vastos contingentes de campesinos emigraron hacia los cinturones de miseria de las ciudades, dando expresión dramática y multitudinaria de la destrucción de un mundo.
Esta industrialización dio como resultado en nuestro país la convivencia de zonas y regiones que experimentaron un rápido proceso de modernización (producción mecanizada, desarrollo de los servicios, organización del mercado, etc.) frente a otras que se resistieron al cambio y que constituyeron el área rural, que para ese momento explica este fenómeno en el hecho de que nuestro país no era un país industrializado sino con cierto grado de desarrollo industrial, en el que las ciudades o urbes se fueron convirtiendo en centros receptores de todos los beneficios y ventajas que el desarrollo económico moderno conlleva y por ello, la población urbana empieza a gozar de servicios de salud, educación, empleo, vivienda, etc., a diferencia de la población rural en donde persistían condiciones de atraso, pobreza y miseria al margen de la modernidad.

Los cinturones de miseria urbanos se propagaron cruzados por una incipiente red nacional de medios masivos. Este fue uno de los sentidos de nuestra modernización bárbara, acceder a la cultura del transistor sin pasar por la cultura del alfabeto. Fue una extraña mezcla de tiempos que combino una regresiva marginación social, con una poderosa industria de la conciencia.
No obstante, incluso en esas condiciones de castigo social, la ciudad representó una vida mejor o menos mala para millones de mexicanos, y la migración hacia ella fue mucho mayor que hacia el peonaje agrícola.612 mil mexicanos llegaron en los cuarentas, 800 mil en los cincuentas y 2 millones 800 mil en el decenio siguiente. Por dura e indeseable que pudiera parecer la subsistencia en los cinturones de miseria, la ciudad fue un universo de oportunidades más abierto que el campo.
El desarrollo capitalista que debía alcanzar México no había alcanzado el desarrollo tecnológico de industrialización basado en la producción masiva de la producción mundial que requería del uso de la razón y de la ciencia para interpretar y trasformar el mundo (proceso de laicización). Este proceso de laicización implicaría, la necesidad de impulsar procesos de democratización bajo principios como, la libertad, la igualdad y solidaridad, que daría como consecuencia la dinamización de las condiciones materiales y espirituales de los seres humanos.
Sin embargo, esta caracterización quedaría incompleta sino agregamos que la vida cotidiana de los habitantes de estas ciudades lejos de estar inmersa en una atmósfera color de rosa esta inmersa también en un proceso socioeconómico en el que conviven una variedad y diversidad de individuos y grupos con particularidades de desplazamientos geográficos, razas, vestimentas, costumbres, historia, lenguaje, religiones, valores y símbolos culturales.
Los menos afortunados –o lo más tradicionales-dejaban pueblos y familias para engrosar las caravanas de peones enganchados a las cadenas de la agricultura comercial, ávidas de manos: los campos cañeros del Papaloapan, los cafetaleros de Chiapas, Puebla o Veracruz, la recolección de la manzana en Coahuila o del algodón en los Valles de Yaqui y el Mayo, el corte de uva en Hermosillo, de la fresa y al aguacate en el Bajío, del limón en Colima y las hortalizas de Morelos, la piña en Oaxaca, el plátano en Tabasco, la guayaba en Aguascalientes. Doscientos mil campesinos empobrecidos tomaron ese camino cada año en la década de los cincuenta y trescientos mil en el decenio siguiente; una masa humana de dos o tres millones por década, para los que el paso de la frontera, en busca de los valles agrícolas del sur de California y Texas, fue sólo otro escenario de proletarización acelerada.
Los más afortunados no fueron hacia los surcos del nuevo peonaje, sino hacia las ciudades privilegiadas que a principios de los cincuentas salían de su molicie provinciana y sus distancias caminables, para entrar en el remolino de la expansión y el congestionamiento. La verdadera epidemia de la segunda mitad de nuestro siglo XX fue la macrocefalia urbana.
Una urbanización que se presentó ambivalente: por una parte ha introducido importantes transformaciones económicas, político, sociales e ideológico-culturales, que han conformado una “cultura industrial” basada en la “industrialización de la cultura”. Al mismo tiempo que ha constituido complejos centros de población marginal expulsada del área rural en la búsqueda de satisfacer fundamentalmente necesidades económicas, constituyendo núcleos de población marginal que lentamente se han ido incorporando a la “cultura “industrial”.
El primer monumento vivo de la urbanización acelerada del país fue la ciudad Nezahualcoyotl, una populosa villa-miseria crecida a un costado de la Ciudad de México que alcanzó pronto el millón de habitantes y resultó un anticipo cabal de la sociedad de masas que brotaba de la modernización mexicana: hacinamiento, insalubridad, desarraigo, violencia, descomposición familiar y, en medio de las barracas de lamina, sobre los techos afianzados con neumáticos y piedras, el símbolo complementario del nuevo orden, un mar de antenas de televisión. En las barracas que coronaban esas antenas podía faltar proteína y educación primaria, empleo permanente y seguridad social, pero no faltaba el transmisor y la pantalla televisiva, la caja de los sueños y las emociones que acompaño consoladoramente el duro cause de la vida de los pobres de la ciudad. Junto al despliegue de las demandas organizadas, está la simple ebullición física y social del paisaje humano de las grandes ciudades mexicanas.
Pocas cosas tan reveladoras de su entraña juvenil como la aparición, en los ochentas, de las pandillas de barrio, las bandas ubicuas, con su proliferación de atuendos e identidades tan efímeras como irrenunciables. El desempleo, la falta de escuelas y parques, plazas, campos deportivos,el hacinamiento de la vivienda familiar, han convertido en dueños de la calle a miles de jóvenes urbanos, nietos de la generación fundadora, prófuga de Comala.
He aquí la necesidad de una cultura urbana que pueda crear y recrear usos y costumbres de la diferencia y la pluralidad en una identidad que converja en la libertad. La creencia de un modelo de cultura exento de la influencia externa e interna es imposible ante los efectos de la dependencia económica y política y de la globalización. Este proceso tiene que ser visto dentro de un proceso de mezclas, transformaciones, cambios y fusiones culturales que construyan una cultura abierta, vital e interconectada en la que se conjunten el placer y la reflexión.

1 comentario:

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